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Querido Ícaro,

 En aquellos tiempos, Sandra y yo tomábamos tres tipos de buses tarde y mañana para nuestras clases matutivespertinas: La Once, La Nueve, La Sententaicinco. En los últimos años la «verde-con-rojo» también nos daba el jalón, pero nos dejaba dos cuadras más lejos de nuestras casas…

Yo siempre llegaba tarde a mis clases, no más tarde que Sandra (she was the queen..), aunque siempre pasaba el límite de tres tardanzas al año (sí! al año…!!) tolerado por mi colegio de clausura. Para pagar la condena, solía quedarme 45 minutos más que el resto los miércoles, castigada en un salón vacío (aunque realmente habían tres o cuatro almas en pena más allí adentro) haciendo mis tareas o escribiendo algún final dulce, triste o siniestro para aquellas historias fugaces que brotaban de mi cabeza, aquellos prólogos y epílogos profanos de los que ya te he contado.

Nunca me sentí asustada o preocupada por el «castigo». La verdad rendía muy bien en el colegio y no creía que mis tardanzas pudieran causarme otro perjuicio (para ellos, no para mi) que el robarle a la tarde algunos minutos para escribir cosas requeridas por el deber estudiantil o para descargar mi veneno personal (otros le llaman inspiración). No podrían botarme del colegio por eso, verdad Ícaro?…no, ni hablar…

Más tarde comprendí que podían botarte por cosas tan absurdas como el que un especimen del sexo masculino viniera a buscarte a la puerta del colegio a la salida (tenías que ponerte una máscara para que nadie te reconozca la cara y mejor andar calata antes que andar con el uniforme del colegio en la calle de la mano de un chico) o porque se te fermentara el jugo de manzana en una botella porque no lo tomaste y una monja te acusara de que habías llevado sidra a un paseo. Entonces, dado el caso, mi posición de rebelde sin causa, de zurrarme en la asistencia o en las horas de llegada a clases podría haberme causado algo más que un castigo en una celda con carpetas. Pensándolo bien, creo que alguna vez le oí decir a una señora de mirada adusta y ceño fruncido, aproximadamente medio siglo y un lustro mayor que yo, que podría hacerme acreedora a una papeleta blanca titulada «Matrícula Condicional» si seguía rompiendo las reglas de esa manera. Claro, qué más! yo era toda una delincuente. Nunca me la dieron, por cierto y recuerdo que en algún momento perdido entre esos años dejé de quedarme castigada los miércoles después del timbre de salida.

No es que haya dejado de llegar tarde. Aún ahora, mi persistente y continuo optimismo con el tiempo hacen que mi aparición a ciertos lugares tomen más minutos de lo esperado. Pero para eso existen los pasajes secretos, querido Ícaro. Pasada la hora límite para entrar a la fortaleza escolar siempre quedaba un erróneo espacio en blanco en el que la auxiliar dejaba su puesto en la torre de vigilancia e iba a reportar su lista sangrienta de tardones del día al verdugo del departamento de tortura (Normas, para los ingenuos padres de la APAFA). Era entonces el momento de escape, en el que podías cruzar la frontera sin ser vista, con el corazón en la boca, y pasar a formar parte de la dimensión de las niñas responsables y aplicadas infiltrándote entre la masa de cabezas peinadas y moños perfectamente colocados como toda una heroína.